jueves, 29 de julio de 2010

Migajas de soledad


Tenía la billetera inundada de papeles, desordenada como sus cajones, una estampita de San Judas Tadeo y Melchorita, tarjetas de crédito expiradas, carné del seguro social, su DNI y una foto arrugada de niño junto al padre.

Su matrimonio dejaba mucho que desear. Aún no podían tener hijos, exámenes, pruebas, nada. Entonces la vida a los 30 años, le pedía señales de cambio, ¿Qué cambios? Ni el mismo lo sabía. Un viaje, la soledad y, si fuera necesario, el divorcio.

Ella no tenía ninguna carrera. Había sido criada en una familia de clase media, dedicada a su casa y a su jardín. El tiempo libre se lo entregaba a un par de novelas de la televisión, típicos dramones mexicanos y por las noches veía las noticias de las diez.

No usaba maquillaje, casi nunca se soltaba el pelo. Los nueve años junto a su marido habían sido una inversión cara. La paciencia rescindía el contrato.

Como cada noche, casi por obligación, comían juntos. Conservaban un ritual, al menos para que dentro del currículo matrimonial quedara algún indicio de solución, de lucha, de salvación. Se sentaban frente a frente, en silencio, en la diminuta mesa de comedor, la primera y única mesa que habían comprado felices, en un abrazo lleno de sueños, semanas antes de casarse. El mantel de tela a cuadros, heredado de la abuela, lleno de migas de pan, restos del desayuno.

Aquél día ella había decidido no limpiar nada. Los platos sucios del lavadero, el polvo de la alfombra, el gato sin comida y el canario sin agua. Luego de media hora mirando el vacío, ella, con voz temerosa y frágil, se animó a romper el silencio: "No sé hasta dónde llego el amor, o si solamente me dejé llevar por él. "

Las palabras se perdían en el aire mientras secaba las lágrimas. En ese instante él, inmóvil, la observó con detenimiento, se levantó de la silla, se acercó a ella y repentinamente le lanzó una bofetada y la arrojó al piso. Segundos después, con los ojos y puños cerrados de rabia y de arrepentimiento, él le dijo: "Te amo y te odio con toda mi alma. Eso es el amor para mí".

Una hora más tarde, ella se quedo dormida en el mismo lugar donde había caído, cansada de tanto llorar. Mientras, él descansaba en la única habitación del lugar.

Al amanecer, una mañana soleada de primavera, ella despertó en el mismo sitio, llena de vacío infinito. Se dirigió al baño y en el espejo encontró una nota que decía: " Eres libre, mi cárcel ya no es prisionera de la tuya. Te amo y te odio, siempre te amaré así".

Nunca más se miraron las caras. Así pues, de nuevo como cada mañana, ella se lavó en rostro, se miro al espejo, sonrió con pena.

Limpió la casa y guardo silencio, el mismo que guardaría por el resto de los años. Nunca encontraron a nadie, solo decidieron amarse a sí mismos sin volver la vista atrás.

Quizás los dos habían descubierto que el amor es la cumbre de la locura y la soledad una montaña a la que espera el amor.

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