lunes, 8 de febrero de 2010

No voy a olvidarte


No voy a olvidarte

Porque mi tentación sigue escondida

Entre tus sombras.

Sigo recogiendo el alma en pedazos

Regados por mi piel

Que intentan reconstruir tu mano en la mía.

La historia no perdona.

Ya está escrita, los perdones y caricias

No vuelven a cruzar la misma puerta.

No voy a olvidarte

Porque la vida está hecha de olvido.

El sudor de cada verso se hace libro

Y el fantasma de tu fuente no se va,

Esperando una moneda un deseo,

Empapando la vereda de humedad.

No voy a olvidarte

Porque sé que cada día te olvido

Palpando a ciegas mi mente,

Inventándole una sucursal a mi dolor

Para distraerlo y confundirlo.

No voy a olvidarte

Porque mi ilusión es suicida.

Entre el cielo y el infierno la guerra se consume

Y el mar, el mar me sigue conquistando ahí, en sus orillas, donde nunca voy a olvidarte.

sábado, 6 de febrero de 2010

SAMUEL


La luna se escondió justo detrás de la Plaza Mayor, ahí donde los domingos se juntaba el pueblo a cuchichear las candente visitas del alcalde a las casa de sus guardias o a comentar el nacimiento de una vaca con dos cabezas. Eran las diez y media, dos centinelas vigilaban a medias tintas la casa del subprefecto, y decidí fugarme.

Todo estaba preparado, era el plan perfecto. Luego de saltar el muro, corrí como nunca en mi vida hacia el matorral de la chacra, tanto así que no veía ni mis manos. Tenía diecisiete años, seis meses de calabozo, ni un centavo en el bolsillo y unas ganas locas de conocer el Estadio Nacional.

Amanecí caminando por la quebrada de un valle y, al voltear la cabeza, vi desde una colina el pueblo, la bodega de Don Pepo, la canchita de fulbito donada por un gringo minero… Todo parecía pintado y decidí olvidarme.

Sabía que la carretera estaba cerca y que pronto pasarían los camiones cargados de verduras hacia la capital. Bastaba con tirar dedo y convencer al chofer con los cigarrillos que me había regalado mi compañero de celda. Eso sí, viajaba atrás.

No contaba las horas, aunque no fueron suficientes para dormir entre lechugas y cebollas. Estaba aturdido, emocionado por mi hazaña, pero con un miedo invencible.

Mi abuelo siempre me hablaba de la capital con un entusiasmo incomparable, sobre todo por que conoció a una tal Tongolele. Las fiestas al ritmo de la sonora, las presentaciones de un tal Don Ferrando, las encerronas en el Juanito de Barranco, La Feria del Hogar y el mar. El mar lo conocía por la televisión comunal que había en la parroquia del pueblo.

Por fin llego el camión a su destino, el Mercado Central, y al toque busqué trabajo de cargador en un puesto recién habilitado. Me ofrecieron cinco soles diarios por cargar, y si me animaba a cuidar el puesto me daban siete soles y una frazada. Así empezó todo.

Cargaba desde las cinco de la mañana hasta las cuatro de la tarde, tenía media hora para almorzar y ver las calatas que salían en los periódicos y a las siete me acostaba agotado, pensando en mi abuelo.

A la semana conocí a José y Enrique. Trabajaban con la loca del puesto 37. Esa vieja sí que estaba rayada. Un día quemo su tienda creyendo que con eso su marido regresaría aunque fuera de pura pena, pero le salió el tiro por la culata. Para entonces su marido ya estaba camino al Japón. Lo único bueno de ella era su hija, la Genoveva, estaba como quería y era inspiración de todos los sueños eróticos del mercado.

Un día José me tomó por sorpresa y me la presentó. Cuando la vi de cerca no era como las calatas de los periódicos. Era tan dulce e inmadura como las peras que vendía su mamá. Claro, yo estaba a punto de cumplir dieciocho y las tentaciones hormigueaban en mi pantalón, los escotes sugerentes de la Genoveva me convertían por momentos en piedra y me ponía colorado pensando que todos se darían cuenta de mi reacción.

Sabía que llegaría el día en que no iba a poder más. Y me enamoré. Enrique ya tenía su "peor es nada" (así la llamaba el huevón ese) y a José le importaba un carajo el amor. Como era mayor que nosotros, se contentaba paleteando un par de cholas potonas.

Amigos imbatibles, crecimos juntos en ese pedazo de tierra de nadie, donde el cariño escaseaba y los golpes te obligaban a aprender.

Cumplí diecinueve. Me habían aumentado el sueldo el año anterior y pude ahorrar alguito debajo del colchón, sabio consejo de la Tía Esperanza. Veinte soles al día y una cama desarmable ya eran un gran avance.

Mi abuelo siempre me dijo que la vida en Lima no era fácil, que los caballos de fierro (los autos) no te dejaban caminar tranquilo como en el campo, que la dureza en la cara de la gente era imperecedera y que el agua tenía otro sabor.

Hacía tiempo José estaba empeñado en llevarnos a Enrique y a mí a estrenar estos cuerpecillos frágiles, castos, alicaídos, puros... bueno no tan puros, la paja se había convertido en el arte por excelencia, pero los perjuicios de hacerlo con alguien empezaban a caer sobre nuestro morboso instinto sexual.

Las únicas mujeres sin ropa que había visto en mi vida habían sido la Tía Esperanza cuando meaba en la chacra y las calatas de los periódicos, esas con pose de importantes, pelo pintado y juicios pendientes por líos falderos con narcos. Pero esto iba a ser distinto.

Llegó "el dia D", como escuché una vez por la tele. El lugar era una caleta en una quinta del Rímac. Ahí estaba yo, con la mirada perdida, las manos transpirando y un condón en el bolsillo. No voy a contar detalles, pero lo que hice aquella noche lo volví a repetir cada vez que podía. Esto de vivir en la capital se ponía divertido, a pesar de todo. No era la Lima que vivió mi abuelo, pero aquí estaba, intentando no olvidar las raíces y peleando contra este racismo de mierda.

Con dolor de mi corazón, conseguí otro trabajo. Iba a dejar de ver a la Genoveva y solo podía visitar a José y Enrique los famosos sábados. Era una ferretería en Surquillo, cerca a Miraflores, quinientos soles al mes, una frazada y un termo con café.

Mis pensamientos iban adoptando formas distintas. Día a día, dolía crecer, sobre todo al imaginar que podría estar corriendo por la chacra del abuelo que tanto había dado por mí. Extrañaba el aire, la montaña, los versos de Abel (proyecto de poeta) declamando en la plaza, a mi padre, rondero caído en una toma terrorista y a mi madre, desaparecida luego de una toma militar.

No soy feliz, pero estoy vivo, pensando en ellos, en lo que hubieran querido para mí. Por eso cambié mi Plaza por este parque raro y gigante. Deje todo por esto. Sé que algún día regresaré. Algún día.

Mi nombre es Samuel. Vivo pensando en la madrugada en que me fui del pueblo, pensando en una lista de dudas que tenía, que aún me ponen los pelos de punta. Me pregunto si envejeceré en esta ciudad, si algún día conoceré a la Tongolele, si gritaré un gol en el Estadio Nacional, si es mejor soñar que aceptar…

Mi abuelo murió ayer, con él murió mi pasado. Solo queda esperar el sábado, dos amigos y una mujer que no es mía. Es de todos.

miércoles, 3 de febrero de 2010

La ira


La ira no es más que el arrebato de la razón,

Una calle asfaltada, voraz, urgente.

La ira calla y obliga a callar, no deja escuchar y tampoco permite ser escuchado.

Tiembla el cuero y el pellejo

Al descubrir su mirada y se abandona a la paz.

Sus lágrimas arden y hieren,

Ciegos están los mundos del poder de la ira.

La saliva se amarga, tu garganta cumple su cometido y la palabra se hunde como puñal en una oración,

La ira me satisface por segundos y asesina todo un pensamiento.

Me dejo llevar.

Luego, ya en mi cama, respiro agitado y duermo despierto, llorando la culpa.

Es ahí donde la ira me escupe. Vino, pasó y se fue.

Se aprovecho de mi furia. No hice nada por defenderme.

Ira de impotencia y de la muerte.

Parte de la sangre, escondida entre papeles

Amiga de la rabia. No hay vacuna. Es, y se va.

martes, 2 de febrero de 2010

Galletas


Una Chica estaba aguardando su vuelo en una sala de espera de un gran aeropuerto. Como debía esperar un largo rato, decidió comprar un libro y también un paquete con galletitas.
Se sentó en una sala del aeropuerto para poder descansar y leer en paz.
Asiento de por medio, se ubicó un hombre que abrió una revista y empezó a leer. Entre ellos quedaron las galletitas.
Cuando ella tomó la primera, el hombre también tomó una. Ella se sintió indignada, pero no dijo nada.
Apenas pensó:
- "¡Qué descarado; si yo estuviera más dispuesta, hasta le daría un golpe para que nunca más se olvide!".
Cada vez que ella tomaba una galletita, el hombre también tomaba una. Aquello la indignaba tanto que no conseguía concentrarse ni reaccionar. Cuando quedaba apenas una galletita, pensó: "¿qué hará ahora este abusador?"
Entonces, el hombre dividió la última galletita y dejó una mitad para ella. Ah! No! Aquello le pareció demasiado! ¡Se puso a bufar de la rabia! su libro y sus cosas y se dirigió al sector del embarque.
Cuando se sentó en el interior del avión, miró dentro del bolso… Para su sorpresa, allí estaba su paquete de galletitas!! … .intacto, cerradito!!.
Sintió tanta vergüenza!. Sólo entonces percibió lo equivocada que estaba. Había olvidado que sus galletitas estaban guardadas dentro de su bolso! El hombre había compartido las suyas sin sentirse indignado, nervioso, consternado o alterado.
Pero ya no había tiempo ni posibilidades para explicar o pedir disculpas. Pero sí para razonar:¿Cuántas veces en nuestra vida sacamos conclusiones cuando debiéramos observar mejor?
¿Cuántas cosas no son exactamente como pensamos acerca de las personas? Y recordó que existen cuatro cosas en la vida que no se recuperan:
Una piedra, después de haber sido lanzada;
Una palabra, después de haber sido proferida;
Una oportunidad, después de haberla perdido;
El tiempo, después de haber pasado.

Sin ideas


Sin ideas para escribir, para pensar, son casi las 7 es lunes, llueve, cafú ladra, oigo las voces de Vale, contando a donde fue con Cristian que acaba de llegar de España.

Hace un rato, me contó al oído que fueron a la jueza, y total que se casan el viernes 4, no estoy feliz ni tampoco amargo, me parece que así es vale, y lo tomo como algo que siempre hace, por mal que les parezca a unos, o por bien a otros, así es Vale, valiente y decidida, UNA LOCA capaz de arriesgar todo por el todo, vive sus propias reglas, como mi papá.

Al escribir esto y hablar de ella no puedo evitar, fiel a mi estilo, recordar mi niñez con ella. Era una aventurera, traviesa, chillona, coqueta, tierna, mi guardiana, mi amiga, mi hermana.

Se vestía siempre con alguna prenda rosada, le encantaba hablar y jugar a la reina, o a la cocina. Nunca era tarde para corretear por allí, o imaginarnos que gobernábamos el mundo con juguetes y bromas. Era una noble chiquilla, que amaba a sus padres y abrazaba a su hermanito si éste se asustaba. No era buena en el cole pero era la mejor maestra para cucho.

Nos encantaba cantar y ver la tele. Compartíamos la cobija en las tardes, alzábamos los brazos y gritábamos a los helicópteros o aviones “MAMITA DINA”.

Era la niña más linda a donde fuera, hasta ahora se me hincha el pecho decir en una foto “esta es mi hermana”.

Amigos del alma, ella y yo, crecimos juntos y unidos, con peleas y abrazos, con música y chistes, con confianza y con amor.


Ahora ya más grandes y con caminos distintos, me doy cuenta que mi infancia fue la mejor, sobretodo por que tuve un ángel que me cuido y sanó los raspones, y que me guió por el mejor camino, y que todo lo que hice, hago o haré se lo debo eternamente a mi Valery.

Llega un momento en la vida en que no puedes hacer otra cosa sino seguir tu propio camino. Ahora se casa, unirá su vida con otra… pero nunca se desligará de la mía.

23, Noviembre del 2009.

Desprenderse


Desprenderse sin sentir dolor,

Acostumbrarse al espíritu de la lejanía

Y reducir tu tiempo para no pensar.

Cada ser humano tiene una determinada capacidad de desprendimiento, y eso es lo que lo hace a uno más independiente o menos tolerante a dejar algo o a alguien.

Hay quienes se desprenden de una casa, de un auto, de un libro. Hay otros que se desprenden de sus padres, de sus hijos, de sus amores. Hay quienes se desprenden de una pierna, de un ojo, de un brazo.

Desprenderse puede ser un acto agresivo, agonizante, letal. Otras veces, puede implicar libertad, desahogo, sabiduría.

El desprendimiento está en cada ser humano. Es una acción constante a la que por lo general no prestamos atención.

Al final, de nada sirve aferrarse, si todos solemos desprendernos forzosamente de todo, hasta de la misma vida.